por Jorge Raventos
Mientras se encoge la imagen positiva del Presidente en las encuestas y la Casa Rosada elige la lógica polarizadora (y fragmentadora) con el gremialismo con la esperanza de recuperar posiciones en su propio electorado, el gobierno parece apostar también a otro clásico del buen rating: la mano dura.
Jaime Durán Barba, el director de orquesta de la comunicación oficial, reveló sin ingenuidad los motivos: “la gente pide que se reprima brutalmente a los delincuentes (…) la inmensa mayoría quiere la pena de muerte”.
El discurso de la mano dura (con la delincuencia, con los gremios) no es un dechado de sutileza, pero suele dar réditos en la opinión pública. Sirve, además, para cambiar la conversación, algo importante cuando el vuelo del dólar remonta las expectativas inflacionarias y los estudios demoscópicos insisten en dar malas noticias.
El gobierno dio por concluido el “caso Triaca” ( Durán Barba minimiza sus efectos argumentando que “suponer que en un país donde existen tantas personas metidas de cabeza en la corrupción en serio lo más importante es que un ministro ha tenido una empleada en negro, es una ridiculez”). Sin embargo el tema sigue presente en la opinión pública que, más allá de la interpretación del gurú ecuatoriano, no sólo imputa al gobierno que Triaca tuviera una empleada en negro, sino que la intervención oficial de un sindicato amparase favoritismo y contrataciones vidriosas (no sólo la de aquella empleada en negro, a la que, se sospecha, se habría compensado un despido particular con una designación pública).
La cantera de la mano dura
Ante la alarma, además del recurso a la polarización con los gremios, el gobierno creyó encontrar otro filón de popularidad reivindicando y elevando al pedestal de ejemplo al policía bonaerense que, en el barrio de La Boca, persiguió y mató a un joven que había atacado a un turista a puñaladas. El propio Presidente recibió al policía en la Casa Rosada y lo catapultó a la jerarquía de modelo.
El escenario parecía pintado: un juez que cita en sus fallos a Eugenio Zaffaroni había procesado y embargado al policía, que alegaba en su favor el hecho de haberse defendido de un riesgo inminente. Se trataba de una ocasión aparentemente ideal para capitalizar el cuestionamiento social al garantismo judicial, la presión pública que pide una acción firme en defensa de la seguridad y la imagen plausible de un poder político que defiende a sus agentes del orden.
Algo falló, sin embargo. Un video ampliamente difundido mostró que el policía dispara desde atrás, desde varios metros de distancia, y mata con dos tiros al joven delincuente, que huía y ya no representaba un riesgo presente ni para el agente ni para terceros. De hecho, un grupo de vecinos había detenido sin violencia a su cómplice en el ataque al turista.
Así, lo que quedó como resultado fue que el Presidente proyectó a la jerarquía de ejemplo a un policía que disparó por la espalda y mató innecesariamente a un joven mientras sus ministros y funcionarios se abalanzaban contra un magistrado que, en definitiva y más allá de sus ideas -”garantistas” o no- encuadró bastante bien el caso al definirlo como “exceso en la legítima defensa” y al caracterizar al agente como de baja formación profesional.
¿No fue precipitado impulsar a Macri a asumir ese papel? ¿No estuvo la sobreactuación impulsada por una ansiosa búsqueda de recuperación ante la opinión pública?
En el contexto de consagración del policía Chocobar como modelo, ¿no admiten las declaraciones de Durán, al invocar los presuntos reclamos de “la mayoría” sobre la pena de muerte, que esa fue la “pena” que se aplicó de facto en este episodio?
Después del video difundido, se pueden dar explicaciones, pero, como señala el propio Durán Barba en su libro, “los textos no pueden refutar imágenes”.
El gobierno ha decidido en este caso no apelar a ninguna autocrítica, sino doblar la apuesta.
La nueva doctrina
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, proclama a partir de ese caso la gestación de “una nueva doctrina: el Estado es el que realiza las acciones para impedir el delito. Las fuerzas de seguridad no son las principales culpables en un enfrentamiento”.
Conviene ubicar las cosas en el lugar que les corresponde. No hay duda alguna de que la fuerza pública (seguridad y fuerzas armadas) fue largamente puesta en cuestión por amplios sectores de la sociedad (en parte como producto de conductas propias y en parte como consecuencia de un ensañamiento ideológico); también es obviamente imprescindible recuperar el respeto social por esas instituciones.
De esas premisas no se deduce, sin embargo, que haya que aplaudir cualquier acción realizada por uniformados, por más ilegal que sea, ni que haya que glorificar errores. Ni calvo ni tres pelucas.
Como ha señalado Graciela Fernández Mujica (que en modo alguno es hostil ante el gobierno): “Las fuerzas de seguridad no tienen que tener impulso de hacer justicia; lo que tienen que impedir es el delito si se puede y después detener al delincuente. La Justicia está en manos de los jueces”.
La “nueva doctrina” , siguiendo las encuestas que revela Durán Barba, parece un esfuerzo destinado a aproximarse a la supuesta aprobación de la opinión pública por la mano dura. En todo caso, pone en aprietos a los amigos progresistas del gobierno, como Fernández Meijide: “Puede ser mano dura en el cumplimiento de la pena, pero no mano dura en lugar de justicia, mucho menos en un país donde la pena de muerte está prohibida”.
También es probable que perjudique un debate serio y bien asentado sobre las funciones y la formación de las fuerzas públicas, de modo de elevar la estima social por la calidad profesional de las mismas y de cumplir con las demandas ciudadanas de seguridad.
Es probable que las palabras de Fernández Meijide reflejen el punto de vista de socios políticos de la Casa Rosada, aunque esas fuerzas por ahora no han dejado oír su opinión ni sobre la nueva doctrina ni sobre el encuentro de Macri con el policía Chocobar. El silencio de Carrió sobre el tema es particularmente significativo.